sábado, 4 de abril de 2015

Oliver Sacks y las drogas

El gran ilustre Britanico,psicologo y aficionado a la quimica, cuenta en su libro Hallucinations, 2013 un breve episodio del sabotaje de sustancias enteogenas por su cuerpo.
Traducción Manjarrez.

...Fue durante este tiempo en el que descendí en lo más profundo del consumo de drogas, ahora lo hacía durante toda la semana. Probé la inyección intravenosa, que nunca antes había intentado.
Mis padres, ambos doctores, estaban ausentes, y teniendo la casa para mí solo, decidí explorar el gabinete de cirugía que teníamos en la planta baja, para celebrar mi cumpleaños número treinta y dos. Nunca antes había tomado morfina o ningún otro opiáceo. Usé una jeringa larga -¿por qué molestarse con dosis bajas? Y después de acostarme en la cama, llené la jeringa con el contenido de varias ampolletas, inserté la aguja en una vena y me inyecté la morfina lentamente.

Paso un minuto más o menos, cuando me atrajo un tipo de conmoción con la manga de mi bata, que colgaba de la puerta. Contemplé atentamente la bata que para entonces me parecía poderla ver a detalle, en miniatura como con algún tipo de visión microscópica y podía ver dentro de  todo esto una batalla.
Veía tiendas de campaña de diferentes colores. Había caballos, soldados, sus armaduras brillando al sol. Veía gaiteros con pipas, levantándolas con su boca, y después, muy débilmente escuché la inhalación también. Veía cientos, miles de hombres –dos ejércitos, dos naciones- preparándose para la batalla.
Perdí la noción de que todo esto estaba en un punto de la manga de mi bata, que en realidad estaba acostado en mi casa, en Londres, que era 1965.  Antes de inyectarme la morfina, estuve leyendo Chronicles y Henry V de Froissart, y ahora estas obras se convirtieron en mis alucinaciones. En la tienda de campaña más grande estaba Henry V en persona. No tenía noción en ese momento de que estaba imaginando todo o alucinándolo. Después de un rato la escena comenzó a desaparecer y quedé tenuemente consciente, una vez más, de que estaba en Londres, drogado, alucinando Agincourt en la manga de mi bata.
Fue una encantadora experiencia, pero ahora había acabado. Miré mi reloj. Me había inyectado morfina a las nueve y media, ahora eran las diez. Me di cuenta de otra cosa, cuando me inyecté morfina, estaba anocheciendo, pero ahora no lo estaba y no se hacía más oscuro, sino más luminoso cada vez. Eran las diez, pero de la mañana del día siguiente. Había estado contemplando, sin moverme, mi manga por más de doce horas. Esto me impactó mucho, y comprendí que uno puede pasar días enteros, noches, semanas, incluso años, en el estupor del opio.
Me aseguré de que mi primera experiencia opiácea fuera también la última.

 Cuando era niño, me había interesado en el estudio de la química, y tenía mi propio laboratorio. Cuando comencé mis estudios de medicina, había dejado el interés por esta materia.
Cuando llegué a Nueva York y comencé a ver a mis pacientes en una clínica para enfermos de migraña en el verano de 1966 comencé a sentir de nuevo interés intelectual y emocional por esta materia. Fue con la esperanza de revivir estas emociones intelectuales y emocionales que comencé a utilizar anfetaminas. Las tomaba los viernes por la tarde, cuando regresaba del trabajo y después pasaba todo el fin de semana tan drogado que con el tiempo las imágenes y mis pensamientos se volvieron como algún tipo de alucinaciones controlables, inmersas en emociones extáticas.

Un viernes en febrero de 1967, mientras exploraba la sección de libros raros de la biblioteca de medicina, me encontré con un volumen grande sobre la migraña llamado On Megrim, SickHeadache, and Some Allied Distorders: A Contribution to the Pathology of Nerve-Storms, escrito en 1874 por el médico Edwards Liveing. Había estado trabajando por muchos meses en la clínica para pacientes con migraña, y estaba fascinado por la gama de diferentes síntomas y el fenómeno que ocurría tras los episodios de migraña más fuertes. Estos episodios a menudo incluían un aura, un pródromo en el cual ocurrían aberraciones de la percepción e incluso algunas alucinaciones. Eran totalmente benignas y duraban solo algunos minutos, pero esos pocos minutos permitían observar un poco el funcionamiento del cerebro y como se podía quebrar y volver a reintegrarse. De este modo, sentía, que cada episodio de migraña abría una enciclopedia de neurología.  Había leído docenas de artículos sobre la migraña y sus posibles bases, pero me parecía que ninguno representaba la entera fenomenología o el grado de profundidad que experimentaban los pacientes que sufrían esta enfermedad. Fue con la esperanza de encontrar un enfoque más humano, más profundo, más completo, que me topé con el trabajo de Liveing ese fin de semana  en la biblioteca. Así que después de ingerir las anfetaminas, éstas estimularon mi imaginación y mis emociones, el libro de Liveing parecía haberse incrementado en intensidad, belleza y profundidad. No quería otra cosa que entrar en la mente de Liveing y revivir la atmosfera de aquellos tiempos en los que él había trabajado. Entré en un tipo de concentración catatónica tan intensa que apenas había movido un músculo en horas, leí de corrido las quinientas páginas de Megrim. Mientras lo hacía, me parecía que me convertía en el propio Liveing y que atendía a sus pacientes como él lo describía. Por momentos no estaba seguro si estaba leyendo un libro o lo estaba escribiendo. Me sentía en el Londres Dickensiano de 1860s y 1870s. Me gustaba mucho la humanidad de Liveing y su sensibilidad social, su afirmación de que las migrañas no eran un tipo de indulgencia de ricos ociosos sino que podía afectar a cualquier persona, de cualquier clase social. En esos momentos pensaba, esta es la mejor representación de la ciencia y la medicina de la era Victoriana, ¡es una obra maestra! El libro me dio lo que había estado buscando durante meses. Había acabado frustrado por los escuetos artículos que existían en la literatura científica moderna sobre este tema.  En la punta de este éxtasis, vi a la migraña brillando como un archipiélago de estrellas en los cielos neurológicos.  Pero había pasado un siglo entero desde que Liveing trabajó y escribió este libro en Londres. Dándome cuenta de nuevo que estábamos en 1960s y no en los 1860s, me pregunté a mi mismo ¿quién podría ser el Liveing de nuestros tiempos? Algunos nombres se me vinieron a la mente. Pensé en el médico A y en el B y en el C,  todos ellos buenos hombres pero ninguno tenía esa mezcla de ciencia y humanismo que era tan poderoso en Liveing. Y después una voz interna gritó “¡Eres tú, tú eres ese hombre!” En cada ocasión que bajaba después de dos días de manía inducida por  anfetaminas había experimentado una fuerte reacción de otro tipo, sentía un tipo de decaimiento narcoléptico y algún tipo de depresión. También sentía una especie de vergüenza, de haber estado arriesgando mi vida para nada- las anfetaminas en dosis grandes como las que  tomaba me habían subido la presión hasta un radio de hasta 200. Mucha gente que había conocido, había muerte por sobredosis de anfetaminas. Sentía que había hecho un ascenso a la estratosfera y habría regresado con las manos vacías, con nada que mostrar. Pero en esta ocasión, cuando bajé del globo anfetamínico, mantuve ese sentido de iluminación, de que había tenido algún tipo de revelación sobre la migraña. También sentía una especie de resolución,  estaba preparado para escribir un libro como el de Liveing, que quizás me convertiría en el Liveing de nuestro tiempo. Al día siguiente, antes de que regresara el libro de Liveing a la biblioteca, fotocopié todas las páginas.
 Después, poco a poco, comencé a escribir mi propio libro. La felicidad que obtuve haciéndolo era real –infinitamente más sustancial que la insípida manía causada por las anfetaminas- y nunca tomé anfetaminas de nuevo.